jueves, 26 de junio de 2014

La chica del sombrero rosa

      La neumonía leve que padecía había comenzado días antes como un simple resfriado. Sería por el descuido que hace meses experimentaba o por mi falta de ganas, seguramente generada por la situación que vivía actualmente.
   
      Tres años atrás había llegado a Madrid. Dejé muy lejos mi adorable cuidad de Pontevedra. Pensé que al venir aquí todo sería distinto y sí que lo fue de una forma u otra.
 
    Llegue a mediados de octubre de 2009, para trabajar en el ayuntamiento de Madrid como coordinador de un proyecto. Era perfecto: un chico joven, trabajo seguro, Madrid capital - no suena mal, ¿no lo creen?- pues sí, a mí me lo parecía.
 
     Técnicamente me quede sin empleo después de un año. Debido a los famosos recortes, se canceló el proyecto y, por supuesto, me quede en la calle. Pero gracias a mi amplia vida social, empecé nuevamente a trabajar como abogado con un colega y amigo que conocí en mis primeros años en la Facultad de Derecho de Nápoles. Ahora soy su socio
 
     Octubre de 2013 a las 6:00 PM: aquí estoy, en el despacho, cansado y agobiado, rodeado de papeles, contestando llamadas de clientes, caso tras caso, aunque para ser sincero prefiero estar aquí y no en casa. La situación con mi novia Helen es insostenible.
 
    En ocasiones, cierro los ojos y escucho una voz cadenciosa, que me susurra al oído: “despierta... despierta...” y al abrirlos, vuelvo al 15 de noviembre de 2010. Era una tarde fría de inverno. Salí del despacho hacia mi lugar de desahogo – por así decirlo-, en plena Avenida de América. Es ahí donde me paro a pensar y allí estabas tú, como un duende, justamente allí, en mi lugar. No me parecíste real al principio, no parecías pertenecer a ese lugar, no combinabas con el pleno tráfico y el esmog esparciéndose por todo el aire de la ciudad.
 
     Nunca había visto a un chica vestida con tantos colores y, sobre todo, con tu sombrero rosa – ¡oh, sí, tu sombrero rosa! -. Te daba un aspecto único. Me pareciste bella como ninguna, eras como una hija de las hadas, con el cabello largo y claro que se movía siguiendo tu inquieto vaivén –de aquí para allá, de allá para acá-, tu cintura estrecha, tu mirada vivaz.
 
    ¿Recuerdas lo primero que te pregunté? Sé que lo recuerdas. ¿Cómo se te podría olvidar? Conociéndote… no lo creo - chica del sombrero rosa-. Me responderías: “sí, sí que lo recuerdo, cómo lo podría olvidar”.
 
    Parecías perdida y me acerqué a ti:
 
     -Oye, disculpa, ¿necesitas ayuda? Es que te veo como desorientada, mirando tu móvil -yo sonreía, no podía evitarlo-. Si te puedo ayudar, tú solo dímelo.
 
     - ¡Sí, estoy perdida, muchas horas! - wow, su sonrisa era radiante – Acepto tu ayuda.
 
     Me sentía excitado. Le pregunte hacia donde iba. Ella me respondió que buscaba, ya casi con desespero, la Avenida de América. Serenamente le dije: –¡Vaya! Creo que llevas un buen rato en el lugar que estás buscando-.
 
    Me miró y se echó reír, algo muy típico en ella, -¡dios, su sonrisa, su risa...!- ¿Cómo una persona puede reír, con esa energía y dulzura cuando está perdida? En ese momento no lo comprendía, pero simplemente ella es así... así era ella.
 
    Mientras reía, giró observando toda aquella Avenida y yo la contemplé. Inmediatamente le sugerí que yo podría acompañarla hacia donde iba, que no teníamos que establecer una amistad, y que, indiscutiblemente, no se volvería a perder.
 
     Para mi suerte, ella aceptó con alegría y así nos dirigimos rumbo al norte, por aquella gran avenida.
 
     Las sutiles ráfagas de viento que acompañaban la tarde fría y brumosa, agitaban su sombrero rosa y las pocas hojas que quedaban en los árboles, tejían una alfombra perfecta cuando se deslizaban en el suelo.
 
     El silencio no duró mucho porque, de repente, empezó a hablar, hablar, reír, reír, hablar. Y, a veces, yo no tenía ni idea de lo que me hablaba, pero me maravillaba su forma de expresarse. Me parecía tan graciosa... Trataba de sorprenderme con todos sus planes sobre temas de escritura –estudiaba filología inglesa- y con el encanto que le produciría vivir en Inglaterra. Me parecía extraño que a alguien le fascinara tanto la idea de vivir en un país tan gris y donde llueve sin parar.

      Le pregunté y ella, con una gran soltura, me respondió:
 
    - ¿Que por qué me gusta Inglaterra?, te diré algo, me encanta Inglaterra por sus días grises, lluviosos y, por supuesto, por sus grandes campos verdes -mientras, reía y gesticulaba con sus manos-. Además, únicamente he viajado allí…
 
    Te amé en ese momento. Y toda mi vida, tal y como la había conocido desde siempre, cambió. Ahora ha vuelto a cambiar. No me importa que pensarías de mí si estuvieses aquí, en este mundo. Lo que realmente me importa es cómo me recordabas cuando te fuiste y me encantaría que hubiese sido como aquel chico de Avenida de América que te aseguró que no te perderías. Recuerdas que te lo dije, ¿verdad? Como viste, cumplí mi promesa.
 
     Así comenzó mi historia con aquella chica y todos sus colores. El tiempo que compartimos fue tan mágico como sugería su aspecto, su risa, sus sueños y el movimiento de sus manos.Ahora, un año después de su partida, me veo aquí vagando en mi lugar, sombrío, febril y solitario.



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