Recostada sobre las barandas metálicas, heladas y sufrientes de aquel puente de Riga, contemplaba los destellos de las luces de las farolas. Un movimiento fortuito de su pie provocó el leve tintineo metálico, hueco, agudo de un peine de plata. Lo recogió del suelo, le dio la vuelta y leyó su inscripción: Iré por ti, 1880. Y ya nunca pudo deshacerse de la siniestra sombra que comenzó a seguirla.
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