miércoles, 23 de julio de 2014

Calcetines luces de farol (cuento infantil)


Toda la ilusión con la que he escrito este cuento, se lo dedico a dos personas muy especiales que aman, respetan, admiran, a estos singulares y adorables personajes: los gatos.
 Para vosotras: María Teressa García e Irune Labajo Gonzales.

 
     ¡Parece que lloverá hoy!, ¡estoy casi seguro!, eso me dicen mis largos, largos bigotes. La señora Reynolds -la vecina- dijo que no lloverá. Pero el cielo me dice todo lo contrario. ¡Jope! estoy muy perezoso hoy y, meneando la cola, me dirijo a la habitación de mi querida Moly.  Mis patas peludas empujan la puerta y esta se abre produciendo un leve chirrido (giii). Avanzo mirando fijamente el pequeño mueble blanco de madera que está al frente del gran ventanal. Doy un enorme salto (¡zas!) me subo a él. Me tumbo, estiro las patas y muevo mi cola blanca. Con la lengua comienzo a limpiarme. Eso hacemos los gatos. ¡Sí, soy un gato! Me llamo Skywalker.

A través de la ventana puedo ver el cielo cubierto de nubes grises, como gigantescos hongos flotantes. Las callejuelas de piedra están muy oscuras, solo iluminadas por un farol altísimo -el señor Ton-. Ese farol es mi amigo, es muy majo y parlanchín. Pero, a veces, el farol Ton es un poco vago y alumbra muy poco. Como hoy (miau, miau, miau).

Moly es mi mejor amiga y yo su mejor amigo. La quiero mucho, muchísimo. Somos los mejores amigos del mundo mundial. Somos inseparables. Moly tiene cuatro años y es muy mona, muy divertida, muy traviesa y lo que más le gusta es bailar frente al espejo. Baila todas las noches antes de irse a dormir. Para bailar, se pone sus adorados calcetines rojos con rayas plateadas. Sin ellos no baila jamás. Pero... ¿queréis saber algo?... Moly no baila desde hace días porque se le han perdido sus calcetines. Por las noches, se mete en su cama y a veces la escucho llorar. ¡Oh!, eso me parte el corazón (¡miau!). Yo solo quiero que Moly vuelva a bailar ¡Qué triste me siento!... (¡miau, miau, miau!).

Moly ha llegado del colegio y está frente a mí -¡Miau! !Por mil centellas¡-. Sus cabellos castaños parecen un remolino de agua. Están más despeinados que nunca y su carita refleja pena. Enseguida, Moly me agarra, me acurruca entre sus brazos, me habla. Me deja en el suelo y yo empiezo a dar volteretas y volteretas, pero Moly no se ríe. Se sienta en su mecedora y solloza.

Muy enfadado, pienso: -¡y un rábano!, esto no puede seguir así-. De un gran salto me subo a la cama y con las patas traseras doy un brinco tan grande que salgo volando por los aires. -¡Oh, dios mío, me voy a estrellar en el espejooo!.... ¡Pow!-. Qué mareado me siento.

En una postura muy poquito digna, lanzo un sonoro maullido -MIAU, MIAU, MIAU-.

El señor Ton se despierta y, al mirar mi cuerpo, mi cara, mis bigotes, mis orejas aplastados sobre el cristal, sonríe pero se da cuenta de que algo malo pasa. Preocupado, desprende una luz tan brillante e intensa que llega como un rayo hasta la luna. Esta, iluminada  por la luz del farol, estalla en una explosión  de luz dorada que llena todo el cielo y se cuela en la habitación -¡Ka-boom!-.   Debajo de la cama, surgen destellos plateados envueltos por estrellas doradas. Moly se levanta de un salto de la mecedora, se asoma debajo de la cama y sorprendida dice: -¡Alaaaa! ¡mis calcetines rojos de rayas plateadas están ahí!- y sus ojos achinados deslumbran .

Moly saca sus calcetines de entre la mágica luminaria. Pero ya no son simplemente calcetines rojos con rayas plateadas. Ahora son calcetines luces de farol y nunca más dejarán de brillar.

La niña se pone sus calcetines luces de farol. Moviendo la cabeza y los brazos de un lado para otro y sus piernas regordetas en forma de zig zag, comienza a bailar frente al espejo.

      Yo, todavía estampado en el cristal,  miro con gran dulzura el reflejo de Moly danzando y, bien por el golpe, bien por la emoción, me desmayo.

Entre la niebla y la lejanía de la noche, el farol Ton contempla la mágica habitación. En su cara de cristal se dibuja una gran sonrisa y, desde este día, nunca más volverá a dejarse llevar por la pereza y regalará su bello y mágico resplandor a todo aquel que lo necesite.



jueves, 17 de julio de 2014

Fotografía

A Rial, con todo mi cariño.

    Suena el móvil. Jhoe lo coge, mira el número y no se lo cree. Responde: ¡Hola!...ohh....Pensé que era una alucinación...¡ok!, por supuesto, estaré ahí...oye... no nada.. Sonríe.

     Al día siguiente, de nuevo en su casa Jhoe coge un libro, saca una fotografía de entre sus páginas y siente cómo sus ojos se humedecen. 

     Al mismo tiempo, en el restaurante del aeropuerto de Barajas, él, guapísimo como un dios antiguo, observa las fotografías de Jhoe que guarda en su portátil. Sonríe ampliamente. Con el dorso de su mano, seca las dos grandes lagrimas que, involuntariamente ruedan de sus ojos. 


Ella

A Natalia, con amor.

    Se quedó dormida. Al despertar, ya estaba en Chile. Se sintió nostálgica, consternada y abrumada. Lo que ella no sabía era que la suerte había decidido que allí sería muy feliz.

El señor Brown


     Sonaban unas pisadas de zapatos de suela en el silencio de las frías callejas. Era el señor Brown: elegante, soberbio y arrogante. Se asomaba por las esquinas en busca de una fulana. Tras él, de repente, una presencia. Dando un respingo, se volteó y, ágilmente, apuntó con su paraguas rosa.

Riga


    Recostada sobre las barandas metálicas, heladas y sufrientes de aquel puente de Riga, contemplaba los destellos de las luces de las farolas. Un movimiento fortuito de su pie provocó el leve tintineo metálico, hueco, agudo de un peine de plata. Lo recogió del suelo, le dio la vuelta y leyó su inscripción: Iré por ti, 1880. Y ya nunca pudo deshacerse de la siniestra sombra que comenzó a seguirla.

Determinación

Para Irune, por estar aquí. 
 
     Él hizo un comentario sarcástico, mordaz e hiriente. Ella, disgustada, impulsiva y determinada, sacó lentamente de su bolsa unas tijeras y se las clavó en la espalda.

Agonía


     
     Una de las dos camas que había en la habitación estaba vacía. En la otra, se acurrucaban dos niñas adormecidas, encogidas y entrelazadas.

    La pequeña, miró a su izquierda. Su hermana mayor, ya estaba dormida. Ella no podía dormir. No podía dejar de velar aquella diminuta y aterradora mecedora blanca que se movía con el suave y ondulante viento de la noche. 

   La mecedora no era lo que la inquietaba, la intimidaba, la amedrentaba. Lo que realmente la trastornaba, era aquel payaso que reposaba sobre ella. Era el payaso más feo y siniestro que había visto en su vida.  ¿Sería su mirada sin alma? ¿O su malvada sonrisa? Lo único que sabía era que la observaba, que la vigilaba y que, como cada noche y cada mañana, él estaba ahí. Esperándola.

       Cuando el sol dejó entrar sus rayos a través de la ventana, se percató de que su hermana mayor ya no estaba. Aprovechó la luz del día para coger el payaso, caminar hasta el armario,  trepar hasta el maletero y dejarlo allí.

     Salió de su habitación y su madre la esperaba en la cocina con la sonrisa más linda y amorosa. En ese momento, su mente olvidó al muñeco y la continua sensación de vigilancia.

     Así transcurrió toda la mañana: jugaba en el jardín y esperaba a su hermana que pronto llegaría del colegio. De vez en cuando, se acercaba a la habitación y se cercioraba de que aquella mecedora permaneciese vacía.

      Llegó el atardecer y, seguidamente, la noche. Entró en la habitación despreocupada. Ya no temía al juguete encerrado en el maletero. Pero al mirar hacia el fondo de la habitación, su corazón se paró por un instante: desafiante, traicionero y para ella espeluznante, el payaso volvía a ocupar su lugar en la vieja mecedora.  

     Así transcurría cada día. Era como un castigo, una agonía emocional que la acompañó durante años y que dejó una huella indeleble en su forma de enfrentar los miedos y su propio destino. El payaso nunca llegó a dañarla pero eso es lo de menos.

     Jamás imaginó que todas las tardes de su infancia, al caer la noche, su hermana mayor devolvía al payaso a la vida posándolo en su asiento.





 Gracias a Irune Labajo Gonzales.

jueves, 3 de julio de 2014

El depredador

    Los enormes árboles se imponían en un círculo enmarcando aquel descampado donde él permanecía. El bosque estaba teñido de un color azul con vetas moradas. Toda una mezcla electrizante porque así estaba el cielo, con sus nubes arremolinándose unas contra las otras, formando un mar de espuma.

 En el centro de este extraño escenario había un hombre joven, atractivo, de aspecto nervioso pero a la vez sosegado. Sus ojos, brillantes, y dentro de ellos, cierta sensibilidad y a la vez cierto desequilibrio. Era su monstruo interior.

Permanecía inmóvil, esperando a que ella apareciera. Porque aquella noche, sí, aquella noche, acabaría lo que había comenzado ocho años atrás.

Últimamente anhelaba ese momento más que nunca: satisfacer sus deseos brutales y explotar toda la locura que ella le hacía sentir.

Entre sombras se dibujó una figura femenina, esbelta y delgada. Sus cabellos ondeaban con el soplar del viento y su vestido azul, ceñido a la cintura y terminado en un amplio vuelo, flotaba acompañando el suave vaivén de las hojas de los arboles. La blancura de su piel contrastaba con la atmósfera del bosque.

Ella se fue acercando, poco a poco, hasta llegar frente de él.

Él solo podía mirarla. Se pasaba las manos nerviosas por la cara. Para él, la situación era casi como un sueño. Se sentía como un depredador, deseaba febrilmente  alimentarse de ella, quería poseerla, deseaba su alma y su cuerpo. Y este deseo lo hacía sentir débil, pequeño, inconsistente. En realidad, no era dueño de la situación, pero le gustaba, le excitaba pensar lo que podría llegar a hacer ¿Qué es un depredador sin su presa?

Al enfrentarse el uno al otro, se miraron con lentitud. Los rasgos de ella, habitualmente dulces, se fueron transformando en rabia. Pero no dijo nada. Le otorgó el privilegio al silencio durante un largo instante que él rompió:

-Dame amor como se lo das a él. Sabes que quizás esta noche no te deje ir, ¿lo sabes, verdad?  Sabes muy bien que no he venido aquí solo para abrazarte.-

El cuerpo de ella comenzó a temblar y el cielo salpicó de lagrimas su vestido. Trató de  huir pero él volvió a decir con voz demencial y mirada perdida:

-Dame un poco de tiempo y acabará todo. Sabes muy bien que  lo que anhelo es el placer que me concedes. Sé muy bien que ha pasado mucho tiempo, aunque sigo sintiendo lo mismo. Quizás debería dejarte ir, pero sabes que esta noche no lo haré.

Ella sintió que el bosque se detenía.  No le dio tiempo a reaccionar. Él se abalanzó sobre ella. Como un depredador rasgó sus ropas. Al abrirse, los ojos femeninos, solo vislumbraron sombras azules. Entre ellas, unas manos sobre su cuello. Aquellos ojos volvieron a cerrarse y se deslizó hacia la oscuridad de sus pensamientos para nunca más volver. Ni siquiera pudo decirle que lo amaba.



jueves, 26 de junio de 2014

La chica del sombrero rosa

      La neumonía leve que padecía había comenzado días antes como un simple resfriado. Sería por el descuido que hace meses experimentaba o por mi falta de ganas, seguramente generada por la situación que vivía actualmente.
   
      Tres años atrás había llegado a Madrid. Dejé muy lejos mi adorable cuidad de Pontevedra. Pensé que al venir aquí todo sería distinto y sí que lo fue de una forma u otra.
 
    Llegue a mediados de octubre de 2009, para trabajar en el ayuntamiento de Madrid como coordinador de un proyecto. Era perfecto: un chico joven, trabajo seguro, Madrid capital - no suena mal, ¿no lo creen?- pues sí, a mí me lo parecía.
 
     Técnicamente me quede sin empleo después de un año. Debido a los famosos recortes, se canceló el proyecto y, por supuesto, me quede en la calle. Pero gracias a mi amplia vida social, empecé nuevamente a trabajar como abogado con un colega y amigo que conocí en mis primeros años en la Facultad de Derecho de Nápoles. Ahora soy su socio
 
     Octubre de 2013 a las 6:00 PM: aquí estoy, en el despacho, cansado y agobiado, rodeado de papeles, contestando llamadas de clientes, caso tras caso, aunque para ser sincero prefiero estar aquí y no en casa. La situación con mi novia Helen es insostenible.
 
    En ocasiones, cierro los ojos y escucho una voz cadenciosa, que me susurra al oído: “despierta... despierta...” y al abrirlos, vuelvo al 15 de noviembre de 2010. Era una tarde fría de inverno. Salí del despacho hacia mi lugar de desahogo – por así decirlo-, en plena Avenida de América. Es ahí donde me paro a pensar y allí estabas tú, como un duende, justamente allí, en mi lugar. No me parecíste real al principio, no parecías pertenecer a ese lugar, no combinabas con el pleno tráfico y el esmog esparciéndose por todo el aire de la ciudad.
 
     Nunca había visto a un chica vestida con tantos colores y, sobre todo, con tu sombrero rosa – ¡oh, sí, tu sombrero rosa! -. Te daba un aspecto único. Me pareciste bella como ninguna, eras como una hija de las hadas, con el cabello largo y claro que se movía siguiendo tu inquieto vaivén –de aquí para allá, de allá para acá-, tu cintura estrecha, tu mirada vivaz.
 
    ¿Recuerdas lo primero que te pregunté? Sé que lo recuerdas. ¿Cómo se te podría olvidar? Conociéndote… no lo creo - chica del sombrero rosa-. Me responderías: “sí, sí que lo recuerdo, cómo lo podría olvidar”.
 
    Parecías perdida y me acerqué a ti:
 
     -Oye, disculpa, ¿necesitas ayuda? Es que te veo como desorientada, mirando tu móvil -yo sonreía, no podía evitarlo-. Si te puedo ayudar, tú solo dímelo.
 
     - ¡Sí, estoy perdida, muchas horas! - wow, su sonrisa era radiante – Acepto tu ayuda.
 
     Me sentía excitado. Le pregunte hacia donde iba. Ella me respondió que buscaba, ya casi con desespero, la Avenida de América. Serenamente le dije: –¡Vaya! Creo que llevas un buen rato en el lugar que estás buscando-.
 
    Me miró y se echó reír, algo muy típico en ella, -¡dios, su sonrisa, su risa...!- ¿Cómo una persona puede reír, con esa energía y dulzura cuando está perdida? En ese momento no lo comprendía, pero simplemente ella es así... así era ella.
 
    Mientras reía, giró observando toda aquella Avenida y yo la contemplé. Inmediatamente le sugerí que yo podría acompañarla hacia donde iba, que no teníamos que establecer una amistad, y que, indiscutiblemente, no se volvería a perder.
 
     Para mi suerte, ella aceptó con alegría y así nos dirigimos rumbo al norte, por aquella gran avenida.
 
     Las sutiles ráfagas de viento que acompañaban la tarde fría y brumosa, agitaban su sombrero rosa y las pocas hojas que quedaban en los árboles, tejían una alfombra perfecta cuando se deslizaban en el suelo.
 
     El silencio no duró mucho porque, de repente, empezó a hablar, hablar, reír, reír, hablar. Y, a veces, yo no tenía ni idea de lo que me hablaba, pero me maravillaba su forma de expresarse. Me parecía tan graciosa... Trataba de sorprenderme con todos sus planes sobre temas de escritura –estudiaba filología inglesa- y con el encanto que le produciría vivir en Inglaterra. Me parecía extraño que a alguien le fascinara tanto la idea de vivir en un país tan gris y donde llueve sin parar.

      Le pregunté y ella, con una gran soltura, me respondió:
 
    - ¿Que por qué me gusta Inglaterra?, te diré algo, me encanta Inglaterra por sus días grises, lluviosos y, por supuesto, por sus grandes campos verdes -mientras, reía y gesticulaba con sus manos-. Además, únicamente he viajado allí…
 
    Te amé en ese momento. Y toda mi vida, tal y como la había conocido desde siempre, cambió. Ahora ha vuelto a cambiar. No me importa que pensarías de mí si estuvieses aquí, en este mundo. Lo que realmente me importa es cómo me recordabas cuando te fuiste y me encantaría que hubiese sido como aquel chico de Avenida de América que te aseguró que no te perderías. Recuerdas que te lo dije, ¿verdad? Como viste, cumplí mi promesa.
 
     Así comenzó mi historia con aquella chica y todos sus colores. El tiempo que compartimos fue tan mágico como sugería su aspecto, su risa, sus sueños y el movimiento de sus manos.Ahora, un año después de su partida, me veo aquí vagando en mi lugar, sombrío, febril y solitario.